Nuestras emociones nos acompañan en absolutamente todos los momentos de nuestra vida. Es cierto que, por su intensidad, muchas veces no somos conscientes de ello. Tendemos a percibirlas únicamente en una alta intensidad, tanto si son positivas como negativas. Pero eso no significa que no estén, al igual que los pensamientos. Muchas de estas emociones no nos gustan o no sabemos cómo tolerarlas. Esto hace que tengamos una propensión a su huida. Parecería lógico que quisiéramos evitar todas las negativas y quedarnos con todas las positivas. Sin embargo, no huimos realmente de todas, solo de aquellas que son para nosotros más difícilmente manejables, incluso las positivas. Y esto nunca acaba con esa emoción, sino que la multiplica y acaba por desbordarnos.
Emociones negativas y positivas
Asociamos las emociones positivas directamente con el bienestar y las emociones con el malestar, sin embargo, la categorización es demasiado simple. Todas y cada una de nuestras emociones pueden ser positivas o negativas, dependiendo de su intensidad, el momento o nuestro manejo. Un miedo con una intensidad moderada mientras conducimos nos advierte del peligro y nos da seguridad, nos hace ponernos el cinturón. Una alegría demasiado inflada convertida en euforia en la misma situación nos puede poner en peligro a través de conductas de riesgo.
Todos somos capaces de sentir y usar de forma constructiva nuestras emociones, pero solo de forma innata. Cuando vamos creciendo, la educación, las experiencias o nuestra cultura nos predisponen a sabernos manejar mejor en unas emociones que en otras. Por ejemplo, podemos encontrarnos con una persona cuya emoción dominante es el miedo, algo que siente en casi todas las situaciones. Aunque es una emoción que le hace sufrir, sabe convivir con ella. Sin embargo, esa misma persona, puede que huya de la tristeza, no quiere sentirla y la bloquea.
Parece obvio que a nadie le gustan las emociones negativas, pero no se trata de si nos gustan o no. Se trata de si sabemos tolerarlas y manejarlas lo suficientemente, lo cual ya varía de unas personas a otras y de unas emociones a otras.
La huida como mecanismo
Nuestro cerebro está diseñado para alejarse de aquello que le provoca un alto malestar y acercarse a lo que le proporciona placer (explicado de una forma muy simple). Por tanto, hará lo mismo con determinadas emociones. De las seis emociones básicas -miedo, tristeza, rabia, orgullo, amor, alegría-, cada persona sabe moverse en unas mejor que en otras. ¿Qué hará con aquellas que les resultan desbordantes? Utilizará algún tipo de mecanismo que haga que esa emoción “desaparezca”. Lo más común es la negación y la huida. Niego, por ejemplo, que esté sintiendo tristeza y busco un mecanismo que me haga escapar, como llamar a muchos amigos que me hagan compañía.
Cada persona tiene sus propios mecanismos, normalmente vistos en el entorno cercano o en la cultura que nos rodea. Y de esos mecanismos la huida es lo que más usamos. Pero ¿hacia dónde huimos?
La falsa alegría
Las emociones falsas serían aquellas que sobredimensionamos y que usamos cuando realmente no son coherentes. Por ejemplo, ante una pérdida, lo coherente y adaptativo es la tristeza. La emoción falsa podría ser rabia, enfurecernos y dar golpes dañándonos aún más. Pero no solo se percibe que sea falsa porque no es el momento sino también por su intensidad, la rapidez con la que la alcanzamos, lo excesiva que es y el efecto rebote que produce a corto plazo. Y eso nos pasa con todas las emociones que usamos, pero sobre todo con la alegría.
¿No es muy habitual beber para olvidar? En procesos de duelo tendemos a usar la evasión del alcohol para superar más fácilmente la pérdida, pero sabemos que no funciona. Esa alegría que sube tan rápidamente y que baja sumiéndonos en la culpa y la tristeza profunda es una emoción falsa, un mecanismo de huida. De hecho, esta es la emoción de huida más habitual.
La alegría falsa se caracteriza por la euforia sentida, la sensación de que somos invencibles, que nada malo nos pasará a nosotros y que estamos en la cima del mundo. Esas sensaciones duran poco y volvemos a caer. Y entonces queremos más. Volvemos a la alegría falsa y a la caída. Y se forma un círculo vicioso, una adicción cada vez mayor para escapar de aquello que nos hace daño y que no afrontamos.
La aceptación como llave
El primer paso es ser conscientes de esas huidas, por pequeñas que sean. Hemos puesto el ejemplo de beber o salir de fiesta, pero el simplemente llegar del trabajo después de un mal día a consumir Netflix hasta caer rendidos también es una huida, aunque no desde la alegría falsa. Verlo no nos libera, pero sí nos permite ver que no estamos usando los mejores mecanismos de afrontamiento.
Una vez que hemos visto la huida, tenemos que ver de qué emoción estamos huyendo. ¿Es de la tristeza, la rabia, el miedo tal vez? Acepto, por ejemplo, mi miedo, me permito estar con él, dejar que entre en mi vida y se quede el tiempo necesario hasta que sepamos resolver la situación.
Vivir la emoción como camino de liberación y crecimiento
Cuando reconocemos y aceptamos la emoción, lo que hacemos es sentirla con una mayor intensidad. Esto no es algo negativo, sino necesario para poder escuchar lo que hay que resolver. Lo que cada emoción quiere para nosotros es que alcancemos una estructura que es siempre positiva. Para ello, debemos saber qué emoción estamos sintiendo y lo que nos está pidiendo.
De forma resumida, el miedo nos ayuda a alcanzar la seguridad observando las amenazas. La tristeza mira las pérdidas y plantea soluciones o caminos alternativos para alcanzar un desarrollo. Y la rabia quiere la justicia, para lo que nos defenderá de la agresión y romperá mentiras y manipulaciones. Aunque no siempre es tan directo, ya que muchas veces intercambiamos una emoción por otra.
Nuestras emociones buscan que alcancemos una plenitud, en un único camino que va desde el reconocimiento de la emoción, pasando por su aceptación y llegando a la gestión de la misma. Toda huida nos aleja de ese camino y nos condena a repetir en bucle los errores y el sufrimiento.
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